Convertido en director estrella gracias a una sola película, la tremebunda ‘Se7en’, David Fincher se encontraba en 1996 en una situación de privilegio, dentro de los cánones actuales de la industria de su país, pues si la última película de un realizador, además de dinero, ha dado fama, ese realizador goza, hasta que cometa el primer error, de libertad de movimiento. Lo malo es que no siempre libertad de movimiento se traduce en plenitud y garantía de una gran película. Precisamente la gran película que ‘The Game’ parece poder llegar a ser, pero que sólo lo parece.
De las sórdidas callejuelas lluviosas de una ciudad sin nombre, nos mudamos a un melodrama de suspense a mayor gloria de Michael Douglas, y de su personaje multimillonario, el cual será sometido a una dura prueba. La historia y los meandros morales y emocionales que propone, podrían haber dado muchísimo más de sí, y haber ofrecido conclusiones más rotundas y verdaderas que las que ofrece ‘The Game’, una de las pocas ocasiones en que Fincher tuvo libertad total, con secuencias aisladas de gran firmeza, pero cuyo conjunto adolece de autocomplacencia y frialdad. El tercer largometraje de este director está entre lo menos logrado de su filmografía.
Desde luego, no es que esta película sea mediocre. Pero lo que cuenta está muy por debajo de cómo lo cuenta, en un ejemplo perfecto de disfunción entre la forma y el contenido, pues la forma “crea”, es, el contenido. Sin embargo en ‘The Game’ ambas aspectos viajan cada uno por su lado, y nunca se fusionan en un todo deseable. Si resulta fría y desapasionada, en gran parte es debido a un guión frío y desapasionado, demasiado calculado, que deja poco margen de maniobra a un director que precisa, si no quiere firmar una película fría y desapasionada, de un texto ambiguo y susceptible de dejar un punto de vista personal. La trama y la maraña escrita por John D. Brancato y Michael Ferris cautivan en un primer visionado, enredándonos en una pesadilla kafkiana en la que nada es lo que parece, y en la que no podemos bajar la guardia, pues la sorpresa acecha en cada esquina.
Desgraciadamente para este guión, sin embargo, el juego de sorpresas y sobresaltos va de más a menos, o quizá simplemente se mantiene, incapaz, a la hora de película, de seguir sorprendiendo. Nos acostumbramos rápido a este ‘juego’, que sólo nos atrapa la primera vez, mientras que las sucesivas como mucho…entretiene. Y la razón fundamental es que no hay gravedad en lo contado. Cuando Hitchcock colocaba a sus trajeados anti-héroes en situaciones límite, era consciente de que el juego del suspense no es suficiente nunca para el espectador, por muy brillantemente que esté elaborado y ejecutado. Sin necesidad de llegar a la tragedia (aunque también), sus Roger Thornhills nos importaban, eran reales, cercanos, auténticos. Su peripecia era algo más que una montaña rusa audiovisual, era ante todo una montaña rusa emocional. De ahí que medio siglo más tarde, y docenas de visionados después, North by Northwest continúa resultando insuperable, mientras que poco más de una década después ‘The Game’ no es más que un divertimento vacío.
Y lo cierto es que la cosa empieza bien, con los flashbacks de la muerte del padre (el montaje de James Haygood es algo extraordinario, no en vano repetiría con el director en sus dos siguientes realizaciones) introduciéndonos, aunque sólo sea por breves segundos, en los traumas infantiles de Nicholas. Filmados en Panavisión 16 mm., con la excelente calidad que proporciona la película Ektrachrome (para posteriormente pasarlas a 35 mm. anamórfico), la textura de esas imágenes (sumadas por supuesto al lánguido piano de Howard Shore), en contraste con la elegancia y oscuridad del resto de la película, dan una idea de la exigencia puramente formal de Fincher y su fotógrafo Harris Savides. Técnicamente, ‘The Game’ es una maravilla de luces, sombras, empleo de la cámara…
Sin embargo el relato pedía profundizar de manera más perspicaz en esos fantasmas infantiles de Nicholas Van Orton, y probablemente pedía a un actor más interesante que el siempre resultón y casi siempre blando Michael Douglas. No hay duda de que su composición es meritoria, pero en ningún momento nos sentimos identificados con ese viaje catártico que emprende a su pesar. Y es que Douglas, salvando grandes trabajos como el de ‘Basic Instinct’, siempre es Douglas. Y aquí tenía una inmejorable ocasión de serlo, pero además de hablar de sí mismo, de reírse de sí mismo, de relativizar su imagen personal, con este millonario insoportable y la dura lección que recibe.
Las posibilidades estaban ahí, latentes, pero no fueron aprovechadas para que la aventura nos implicara. Ahí está el personaje de Sean Penn, hermano de Nicholas, o el de Deborah Kara Unger, una actriz misteriosa y sugerente, o la figura paterna a la que da vida Armin Mueller-Stahl y que se enfrenta al monstruo financiero en que se ha convertido. Pero estaban mucho más preocupados por demostrarnos qué grandes escritores de suspense son, o qué inteligentes son, en lugar de hacer lo más difícil: intentar que al espectador le importara lo que ocurría en la pantalla.
Prueba de todo esto que hablamos, es el hecho de que los momentos más interesantes son aquellos en los que el juego toma las riendas de la vida de Nicholas van Orton y la hace trizas, destruyendo cualquier atisbo de seguridad. La famosa escena del payaso (que pone los pelos de punta al más curtido), la del aparcamiento o la del taxi, son estupendos ‘cliffhangers’, pero sólo eso. Nada más. A otro director de menor valía no se le puede pedir ni siquiera esto, pero a Fincher está claro que podemos pedirle más. En ‘Se7en’ los momentos de tensión son estupendos, pero también las conversaciones aparentemente menos interesantes. Ahí es donde tiene que estar un director, asegurándose de que cada secuencia es la más importante.
El multimillonario se convierte en indigente, y existe una poderosa fuerza transgresora en esa imagen. Pero el personaje, la persona, que ha sufrido la transformación, no es de carne y hueso. Tan sólo un monigote con aspecto de millonario, un falso rostro, una ficción. Y esa fuerza transgresora se queda en nada. En una idea que podría haberse concretado en una gran película. Pero el instinto está ahí, en ese gran clímax final, con la supuesta muerte del hermano. Ahí debió acabar todo, con el millonario dándose cuenta de su último error, incapaz de saber jugar el juego final. Se lanza desde la azotea del edificio, tal como hizo su padre. Al menos, nos quedaría el buen sabor de boca de un final amargo pero valiente.
Sin embargo hasta en eso falla esta gran película fallida. Su suicidio es también parte del juego. El rizo rizado se riza. Y el espectador no puede seguir tragándoselo. Falta oscuridad, y falta verdad en ‘The Game’. Definitivamente este no es el Fincher arriesgado y al límite de su segunda película. Este un Fincher cómodo, que se siente superior al espectador (lo mismo que los guionistas), que en ningún momento se juega el tipo por su personaje. Y puede que fuera consciente, pues su siguiente película es todo lo contrario. Un salto al vacío, un intento desesperado por filmar cine de autor.
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